Corría el año 1989.  En el horizonte, unas elecciones europeas para las que IU en Aragón había organizado un acto en Zaragoza, en el Rincón de Goya.  En la escena, como clausura del mitin, Julio Anguita, cuyas palabras finales todavía resuenan en mi cabeza: “los dioses han muerto, ¡vivan los hombres!”.  Recuerdo el enorme impacto que me provocó esa frase, a mí, un joven estudiante de Filosofía sin militancia política  E Intuí que me encontraba ante algo excepcional, ante el llamamiento a un compromiso colectivo que remitía la política a la gente, que le recordaba su necesario protagonismo si lo que se pretende es hacer una política de izquierdas.  Fue la primera de muchas frases que hicieron que en mi cabeza, y en mi corazón, se fuera tejiendo un hilo, invisible pero de enorme consistencia, con Julio Anguita.  He de reconocer, sin vergüenza alguna, haber derramado incluso alguna lágrima, mezcla de estupor y entusiasmo, al escuchar de su boca reflexiones que parecieran salir directamente de la mía, en un ejercicio de sintonía que nunca me ha vuelto a suceder.

Recuerdo, también, años más adelante, cuando ya formaba yo parte de las direcciones federales de IU y del PCE, probablemente 1994, su primera visita a Teruel, que organicé como profesor entonces de la Facultad de Humanidades. Recuerdo las caras de pasmo de mis alumnos y alumnas cuando les informé de que Julio Anguita iba a acudir unos días más tarde a darles una conferencia, recuerdo entrar con él en el edificio de la Universidad, el hall abarrotado, los pisos superiores que a él dan, también, y una estruendosa ovación.  Anguita, se pensara como se pensase, era todo un fenómeno que poseía, para muchos que incluso pudieran no votarle, un atractivo magnético.

Hoy nos toca llorar a Julio.  Algunos lo hacemos desde el corazón, con el reconocimiento de su magisterio ético y político.  Otros con las lágrimas de cocodrilo tan propias de este tipo de ocasiones.  Hace unos años, con motivo de su jubilación, Guillermo Fatás, con la inteligencia que le caracteriza, cuando tomó la palabra para agradecer los discursos laudatorios que le habían dedicado, dijo que por un momento, al oír tanta alabanza, había pensado que estaba muerto.  Hoy leeremos a los mismos que  atacaron a Anguita con una violencia sin igual en la política española hablar de sus virtudes, de su coherencia, de su compromiso.  Es decir, de todo lo que en él despreciaban porque les ponía ante el espejo de sus miserias.  Anguita llegó a infundir verdadero miedo a la clase dirigente de este país.  Recuerdo un editorial de ABC de la época en el que se venía a decir: cuidado, no vaya a ser que si hundimos al PSOE, los votos los recoja Anguita.  De ahí la enorme labor de desprestigio a la que le sometieron los medios de comunicación del sistema, nacionales y regionales, de izquierda (es un decir) y de derecha.  Me imagino la cara de Julio si hoy pudiera abrir las páginas de los periódicos. Y lo que podría salir de su boca.

Los dioses han muerto, nos dijo.  Y de ahí desarrolló una política laica, sin dioses, en la que solo había un referente, aunque este, como dios, también era trino: programa, programa, programa.  Esa era la esencia de la política.  Y a construir ese programa dedicó su vida. En Izquierda Unida, sí, pero mucho más allá, en el Frente Cívico, en las Mesas de Convergencia, en el Colectivo Prometeo.  Anguita no ha dejado de ser un actor político de primer nivel, a pesar de haberse retirado de la política profesional y de haber vuelto, dignidad obliga, a su Instituto de Córdoba.  Me atrevería a decir que muchas de las cosas que han pasado en este país, en su izquierda, llevan su sello.  Que los procesos de alianzas, de convergencias, de encuentros, que se han ido produciendo en estos años no son sino la expresión de lo que Julio soñó desde sus comienzos y que intentó articular en un primer experimento político que se llamó IU y que no se quiso partido político, sino movimiento político y social.

Como los dioses murieron  -¡cómo me encanta una frase tan nietzschiana en un dirigente comunista!- hoy lo que lloramos es la muerte de un hombre.  De un hombre que este pasado noviembre me contaba, con evidente nostalgia, mientras paseábamos por Córdoba, recuerdos de su infancia por aquellas mismas calles, al tiempo que iba desgranando su preocupación por la situación política y por los retos con los que se iba a encontrar el nuevo gobierno, por primera vez con ministros de Izquierda Unida.  En ese paseo, los saludos eran constantes.  Recuerdo cómo una muchacha cortó su conversación por el móvil, para plantarse delante de nosotros y espetarle a Julio: “señor Anguita, usted no me conoce, pero yo le admiro y le quiero mucho”.  Y pensé la suerte de alguien que merece ese reconocimiento entre sus conciudadanos, algo que en nuestro país no es, ciertamente habitual.

Nos queda el aire de un ciudadano excepcional, que se hizo protagonista desde la modestia de su condición ciudadana, que siempre tuvo presente.  Nos queda el horizonte de esa nueva política que siempre propugnó y que aún no hemos sido capaces de crear.  Nos queda esa vocación de coherencia insobornable imprescindible para construir una alternativa a este mundo que nos lleva al desastre.  Nos queda la imagen de un comunista que sabía bien que solo lo común permite perfilar un futuro para la humanidad.  Pero nos queda, también, el dolor de su pérdida, el abismo de su ausencia, los ojos anegados de lágrimas.  Y la rabia, en estos tiempos de pandemia, de no poder despedirle como se merece.  Esa despedida, Julio, camarada, queda pendiente.

Por Juan Manuel Aragüés – Zaragoza – 17/05/2020