Artículo de Miguel A. Gracia publicado el 24 de febrero en El Periódico de Aragón

Asesor en el Parlamento Europeo, miembro de IU Aragón

Nuestra vida, lo que somos, se compone también de lugares.  Lugares que nos han impresionado, donde hemos amado o sufrido, donde nos hemos extasiado y donde hemos pasado miedo.  Lugares que forman parte de nosotros mismos.  En mi caso, la Canal Roya es uno de esos lugares.  Conocí este rincón del Pirineo en mi época universitaria, hace (ya…) más de treinta años.  No me esperaba gran cosa de un valle de entrada semiescondida, en las curvas próximas a Rioseta, entre la estación de Canfranc y las pistas de Candanchú.  Sin embargo, aquella primera visita me impactó.  Me parecía mágico que aquel rincón se hubiese mantenido, a los pies del Anayet, en medio del avance de las estaciones de esquí por unas laderas y otras, como un retazo de las montañas todavía no destruidas o domesticadas por la mano del hombre.  Después, tuve ocasión de volver en otros momentos de mi vida.  Pasando miedo en una noche de tormenta, guarecido en una tienda de campaña que parecía que iba a salir volando por los aires en cualquier momento, cuando la naturaleza desatada mostraba su rostro más hostil.  O subiendo de nuevo hasta la cumbre del Anayet en un día de verano, admirando la gracilidad de esta cima de origen volcánico, y mirando de tú a tú al Pic de Midi d’Ossau.  

Ha pasado mucho tiempo desde entonces.  Pero la Canal Roya ha estado siempre en mi corazón y ha sido siempre uno de esos rincones donde uno piensa que, en cuanto tenga ocasión, ha de volver, para recordar, rememorar, redescubrir, para volver a estar con uno mismo.  Cuando miro por la ventana de mi trabajo, y todo lo que recibo es hormigón, cristal y asfalto, ruido y malestar, es saludable y necesario tener siempre en la memoria rincones como Canal Roya.

Ahora, ese espacio corre peligro.  Corre peligro de muerte.  Y es un peligro que viene por los mismos motivos y por los mismos mecanismos de poder que durante años no han impedido el despoblamiento del Pirineo.  Es un peligro de muerte que, además, pretende sufragarse con unos fondos europeos destinados a “otro modelo” de desarrollo.  ¿Hay algo más flagrante, hay algo más sangrante? ¿Cómo se puede destruir un ecosistema de montaña casi intacto, en nombre de la sostenibilidad?  ¿Tanto hemos vaciado y prostituido las palabras, para que en su nombre se haga lo contrario de lo que significan…?  

La propaganda es eficaz, la propaganda unifica estados de opinión y dificulta la divergencia.  Pero, a pesar de ello, somos muchos que creemos que esta tropelía, esta idea de destruir la Canal Roya para unir estaciones de esquí sin nieve, a mayor gloria del negocio inmobiliario y especulativo, puede y debe ser parada.  Y para ello, no vamos a reblar, no vamos a escatimar esfuerzos.  

Sin embargo, incluso cuando esta lucha se gane, quedará pendiente el debate de fondo, ése que nadie parece querer afrontar: ¿qué futuro para nuestras montañas y para las gentes que viven en ellas? ¿es que tenemos tal falta de imaginación -que no de recursos-, que la única idea que se nos ocurre para garantizar un futuro en las montañas es destruirlas? ¿es que no cabe aprender de otros modelos de éxito en montañas europeas y de otros continentes?  

Es hora de abrir ese debate, con valentía.  Y empezar a hablar de devolverle a la montaña lo mucho que le debemos: en forma de sumidero de CO2, de reservorio de agua potable, de reserva de la biodiversidad.  Si quiero liberarme del ruido y del malestar de la ciudad, y quiero hacerlo en la montaña, he de asumir que deberé pagar por ello, directamente a sus habitantes, a aquellos que, con su presencia diaria, hacen posible la montaña para quienes la visitamos y para las generaciones venideras.  Si este debate no se abre, si mantener la montaña no está suficientemente reconocido (y remunerado), entonces es inevitable que se busque destruirlas como posible alternativa.  

Luchemos, preservemos, discutamos francamente, y no dejemos que intereses espurios nos hagan olvidar el objetivo común de una vida digna en las montañas y nuestro deber ético de preservarlas.