Artículo de Álvaro Sanz Remón publicado el 22 de marzo de 2021 en el especial de Arainfo sobre diez años del 15M

Recuerdo bien cuando apareció la primera tienda de campaña en la Plaza del Pilar. Allí mismo, junto a delegación de Gobierno, habíamos instalado la carpa electoral de IU. Un espacio que pretendía y consiguió ser lugar de encuentro para el debate, la formación y la fiesta de quienes deseábamos que esas elecciones municipales y autonómicas se saldaran con más fuerza para una izquierda valiente y diversa.

Poco a poco, a lo largo de los siguientes siete días en los que fuimos vecinos de plaza, las pequeñas tiendas de campaña comenzaron a poblar la del Pilar. Ellos hacían política, eso lo tuvimos claro desde el primer día. Nosotros también.

Curiosa y esperanzadora paradoja en mitad de un proceso electoral en el que nos jugábamos mucho. Compartíamos luz, baños y también debates y alguna cerveza durante esos días de campaña.

Aquellos comicios se saldaron con mejores resultados para la izquierda, pero se quedaros muy lejos de ser el reflejo electoral de la voluntad de esos cientos de miles de personas jóvenes que seguían inundando las plazas. Y esa fue la primera pregunta, ¿Por qué?

Por aquel entonces no dimensionábamos el alcance de esas palabras que llenaban carteles y farolas. Julio Anguita lo definiría magistralmente pocos días después: “Hay un error en la Constitución al plantear que los canales de participación son los partidos. El ciudadano ha sido apartado y se ha caído en la partitocracia”.

Nosotros éramos vistos como parte de esa realidad. De nada servían los esfuerzos permanentes por fortalecer nuestra naturaleza como movimiento social por encima de la lógica institucional de partido, o el practicar la participación y la transparencia en nuestro funcionamiento como ninguna otra fuerza.

El problema no estaba en ensanchar la presencia de lo ya organizado en la vida pública y política, en la toma de decisiones. El problema era que esa lógica democrática, que tanto había costado conquistar, había colisionado con un iceberg de toma de consciencia que ponía en jaque la hegemonía de los partidos como herramientas de representatividad habilitadas por el sistema para canalizarla. Y lo había hecho por la izquierda.

Digo por la izquierda por los valores profundos que, de forma casi intuitiva, profesaban de forma particular sus protagonistas. Se respiraba solidaridad, igualdad, fraternidad y un respeto casi litúrgico. Las grandes causas volvían a la agenda: el derecho a los sueños a pesar de todo, la libertad concretada en el deseo de transformación desde la participación y canalizada en soflamas ecologistas, feministas o de justicia social como la renta básica o el derecho al retorno juvenil. Un horizonte bello.

La “generación mejor preparada” ya no se conformaba con el papel que “otros” habían dispuesto para ella. Se sentían estafados y esta vez esa juventud decidió no quedarse en casa. Desnudaron al emperador, ya no había vuelta atrás y de forma autónoma siguieron señalando esa desnudez durante meses a lo largo y ancho de todo el estado. Debatían, estudiaban, convivían y de este modo, poco a poco, el 15 M apareció como un movimiento cuya mera expresión implicaba un terremoto por su potencial transformador.

Pero hacer de lo potencial una realidad requiere de voluntad y por lo tanto de un propósito compartido definido y aplicado, de una organización.

Una vez las tiendas se plegaron, no sé si sobrevivió alguna vocación compartida o fue el final sincronizado de cientos de miles de vivencias únicas. De lo que no cabe duda es que esa primavera, que permitió afinar a multitud de consciencias individuales, fue un excepcional vivero experiencial para una generación que después trataría de trasladar una nueva concepción de la democracia a los mecanismos que le daban sentido, quizá de nuevo, eso sí, con más corazón que razón.

En cualquier caso, en ese momento la potencia ética del 15 M, de sus principios, era sin duda formidable. Teníamos, toda la sociedad, una oportunidad, un lugar desde el que disputar la hegemonía, desde el que dar la batalla de las ideas pensando a lo grande. Pero era necesaria capacidad organizativa más allá de los campamentos, para plasmarlos en una agenda concreta y llevarlos a la práctica en todos y cada uno de los campos de intervención política: la calle, los tajos, las instituciones…

Todo fue vertiginoso y a la vez que las últimas carpas envejecían en las plazas demasiado rápido, los tabloides interpelaban al movimiento para su organización electoral tratando de distraerlo de las calles y la izquierda política y social organizada se dividía entre verlo como amenaza o futuro. El 15M se replegó a los barrios y comenzó a irrumpir e impulsar también nuevas luchas.

Recuerdo aquellos años y recuerdo a Gramsci cuando decía que “El partido debe contar con una base capaz de “iniciativa”, es decir, que los órganos de base deben saber reaccionar inmediatamente ante cada situación imprevista o inesperada”.

En cierto modo, al menos en esta parte de la trinchera común de la izquierda en la que yo habitaba y habito, en IU, eso fue lo que ocurrió, aunque fuera de forma incompleta, con procesos como el de refundación o la convergencia social.  Finalmente fue el empuje militante el que nos hizo salir a su encuentro para encontrarnos en la lucha por una vida digna, pues estábamos convencidos y convencidas de que eso nos permitiría fraguar después alianzas para llevar un programa en común a las instituciones. Algo había crecido por la izquierda, eso ya era una certeza.

La herramienta para la gestión política del sistema, el bipartidismo, estaba seriamente afectada. Éramos conscientes de que, en el subconsciente de buena parte de la sociedad española, hasta entonces ajena a la vida política del país, se empezaba a cuestionar a quienes habían hecho de las instituciones su cortijo particular.

Los retos no eran menores. Dotar de cierta capacidad de reflexión y pensamiento estratégico al tsunami que se estaba fraguando era imprescindible, pero una tarea compleja para llegar en condiciones óptimas al momento democrático adecuado.

Nunca ha sido fácil entenderse en la izquierda, nos queda mucho camino que recorrer en humildad, cuidados y respeto entre quienes la conformamos. Recuerdo cómo en los debates internos colisionaban reflexiones que reclamaban más presencia en lo formal mientras otras exigían dejar protagonismos de lado y responder de forma extraordinaria.

Sobre la naturaleza de los espacios que se iban conformando había quién señalaba el riesgo de caer en el revanchismo o el adanismo, de no cimentar debidamente la propuesta política desde un nuevo paradigma moral que nos permitiese superar, definitivamente, el miedo, la resignación o el egoísmo que siempre había sido usado para enfrentar a pobres contra pobres. No podíamos caer en aquello que tanto habíamos criticado. No se podía olvidar la lucha cultural, la pedagogía, ¿cómo sumar todo esto a la ilusión cegadora que comenzaba a palparse?

Ya preocupaba por aquel entonces la posible desmovilización que supondría volcarse en lo institucional. La única fórmula posible era la unidad de acción de todos y todas y en todo. Pero eso ¿sería posible? La situación estaba preñada de incertidumbres y riesgos, pero también de una potencia nueva que sacudió los cimientos de cuanto estaba organizado a la izquierda.

La voluntad militante nos hizo converger en otras plazas y portales con parte de esa sociedad que despertaría un 15 de marzo de hace 10 años y también, no sin dificultades, con el resto de la izquierda política, social y sindical organizada. Fueron años de una intensa contestación social en los que fuimos trabando y acompañando propuestas unitarias: dos huelgas generales, rodeando al congreso, en el movimiento contra los desahucios, en las luchas feministas, reivindicando la educación pública contra la LOMCE…

La respuesta de unas derechas atrincheradas en el poder siguió siendo la misma: reprimir la contestación social y bunkerizarse en una mayoría absoluta que irradiaba miedo. Corría el 2015 cuando llegó la Ley Mordaza y la necesidad de unificar más las luchas. Poco a poco, todo fue organizándose en torno a un programa: pan, trabajo, techo y dignidad, que alumbró una de las más importantes movilizaciones de la historia reciente de nuestro país: Las marchas por la dignidad. La reacción fue contundente y estuvo a la altura: infiltraciones, violencia provocada, montajes policiales y criminalización. Sin duda ese episodio supuso un punto de inflexión.

En esos momentos había un país en disputa, toda Europa lo estaba: el pacto social había saltado por los aires con cada ataque a lo público, a la libertad de expresión, con cada desahucio, con el rescate a la banca, con la corrupción sistémica, con las corruptelas borbónicas y la abdicación, con la troika y los hombres de negro.

La crisis era tan profunda que no podíamos permitirnos una salida en falso, mucho menos reaccionaria. La derecha no podía permanecer ni un minuto más al mando, el PSOE estaba noqueado. Necesitábamos más que nunca unidad en torno a una propuesta de refundación democrática.

Se acercaba el inicio del ciclo electoral que nos pondría a prueba y cuyo desenlace fue rebajando las aspiraciones de unos y resituándonos a otros para intentar llegar a un punto de encuentro.

Irrumpió Podemos, las confluencias municipales, los llamados gobiernos del cambio y la permanente llamada a la unidad. Irrumpió también un exceso de hiperliderazgos y cierta bisoñez en la política española que pasó de las calles a los parlamentos de forma drástica.  No entraré en los pormenores de ese complejo ciclo electoral, lo importante es analizar si supimos canalizar todas esas ansias de renovación y cambio que catalizó y en buena medida alimentó el 15M y si realmente mereció la pena señalando, en todo caso, las cuestiones a mejorar para afrontar los retos presentes y futuros.

Es difícil de valorar, pero si algo nos han enseñado estos años es que gobernar no es tener el poder, como hemos venido comprobando durante estos dos últimos años, más allá de la audacia o el acierto de quienes, en uno u otro escenario institucional y estando a la izquierda, hemos entrado a gobernar.

Por supuesto que nuestra participación en los gobiernos municipales y en el gobierno de la nación ha sido y está siendo clave, más aún en momentos tan críticos como los actuales.

Hace 12 años, en plena crisis económica, hubiese sido impensable hablar en este país de ERTES, medidas para frenar los desahucios, de ayudas a la pequeña empresa y los autónomos, del Ingreso Mínimo Vital…

Hubiese sido imposible ver a Rajoy y a Aznar en el banquillo, o al Borbón investigado. O tener más cerca el día en el que se derogue la reforma laboral como ha ocurrido con la Ley Wert.

Era impensable que pudiésemos tener una Ley de Eutanasia, sacar a Franco de Cuelgamuros o que avanzar en la restitución de la memoria de las víctimas del franquismo sería de nuevo objeto de debate político. Nunca hubiésemos imaginado las movilizaciones por el clima o la potencia con la que el movimiento feminista está marcando la agenda política y social en nuestro país.

Pero caeríamos en una trampa si calibrásemos nuestros éxitos o el estado de salud de nuestra democracia exclusivamente por el devenir de la gestión política de un gobierno, por muchos avances que seamos capaces de lograr.

Hoy el auge del pensamiento reaccionario en nuestro país representa una preocupante realidad alimentada por la crisis de la derecha que, al saltar por los aires, ha roto hasta el más mínimo de los consensos democráticos. El país sigue en disputa, lo nuevo sigue sin acabar de nacer y lo viejo sin acabar de morir, pero han surgido los monstruos de los que nos hablaba Gramsci.

Está en juego la libertad en su sentido más amplio, y hay un buen número de seguidores de la causa reaccionaria que consumen esas posiciones porque sienten miedo y desprotección y conectan con facilidad con las recetas de la mano dura y el orden que culpan al débil de todos los males. De nuevo enfrentamiento de pobres contra pobres, una lógica que no podemos permitir que acabe por afianzarse.

Tampoco debemos consentir una salida en falso de esta crisis que no remueva los obstáculos para alcanzar una democracia plena y avanzada, una tentación compartida, a la vista de la descomposición de las derechas, por buena parte de sus editorialistas, valedores económicos y de la socialdemocracia.

Para ello debemos volver a la calle, establecer alianzas robustas con quienes trabajan en los escenarios en los que el poder popular se fragua y se conquista realmente: los barrios, centros de trabajo, la cultura…

No podemos fiar el éxito de la lucha de las ideas a que las conquistas institucionales sean fidedignamente relatadas por aquellos centros de poder que tienen capacidad de generar opinión. Nunca han sido imparciales.

La brecha entre la política y la ciudadanía sigue existiendo, pero han aparecido nuevas opciones que para restañarla proponen salidas antidemocráticas.

Así las cosas, garantizar que la mayoría social se aleje de estas opciones solo será posible si la hacemos partícipe de la génesis de nuestras políticas y reclame su puesta en marcha, sienta cómo su impacto mejora sus condiciones materiales de vida y salga en su defensa frente a cualquier amenaza o cualquier mentira.

Eso exige que actuemos con eficacia hoy y que empecemos a trabajar unitariamente poniendo las ideas, las luchas sociales y los cuidados en el centro de la acción política y del encuentro. Todo esto requiere que nos dotemos de la mejor organización que seamos capaces, una asignatura pendiente que seguimos sin resolver.

La última década ha sido una de las más convulsas de nuestra historia reciente y de las más apasionantes. Incorporemos los aprendizajes que nos deja, tomemos nota de los errores, eludamos juicios autocomplacientes, trascendamos a lo individual y extraigamos enseñanzas para hacer más sólidos los cimientos de esa izquierda del siglo XXI que necesitamos.

Una izquierda que llegue hasta el último rincón de nuestra tierra con programa para vencer y vigor para resistir. Desde luego IU está ya presta a la tarea.