La soberanía alimentaria es la facultad que tiene cada pueblo para definir sus políticas agrarias y alimentarias de acuerdo a unos objetivos de desarrollo sostenible y seguridad alimentaria y es una de las grandes preocupaciones actuales, al contrario de lo que los mercados nos quieren hacer creer, puesto que la producción industrial elabora alimentos para el doble de la población mundial y se encarga de localizar el hambre allí donde le interesa, forjando el mayor genocidio de la historia de la humanidad.

Que el hambre sea imposible pasa porque el campo sea el futuro y que las multinacionales pierdan su hegemonía mundial. No aceptamos los agrocombustibles, no aceptamos los transgénicos y no aceptamos el hambre dentro de nuestros países. El derecho a la alimentación implica el acceso, a los recursos productivos necesarios y a una alimentación adecuada en términos culturales, sanitarios y económicos. Este derecho es vulnerado constantemente por el sistema actual de producción, distribución y consumo de alimentos.

Las grandes distribuidoras, intermediarias en el proceso, tienen prácticamente el control total de la distribución de alimentos y son las que marcan el precio de venta para el consumidor y el margen comercial del productor, consiguiendo para sus intereses económicos particulares unas diferencias de precio entre origen y destino de los principales alimentos frescos, que superan de media un incremento del 418% provocando a largo plazo la total desaparición del sector primario.

Desde hace unos años, las dos grandes crisis globales (alimentaría y financiera), han generado unas nuevas y preocupantes tendencias. La primera es el “dumping”, mecanismo utilizado por los países centrales, subvencionando su sector primario para invadir con precios más competitivos a otros países periféricos, hundiendo de esta manera sus economías locales y dejando en la más absoluta miseria a sus gentes; y la segunda el “acaparamiento de tierras”que es una práctica que consiste en la compra de tierras en los países pobres por parte de los gobiernos y los capitales de los países ricos. En un primer momento, los gobiernos justificaban estas prácticas para garantizar la seguridad alimentaria para, más adelante, descubrir una clara estrategia de producción alimentaria destinada a la exportación. Se calcula que 40 millones de hectáreas (el equivalente al doble de toda la tierra agrícola del estado español) han cambiado de manos en los últimos años. Bancos inversores, grupos privados de capital o fondos económicos han llevado a cabo el expolio del presente y del futuro de estos países pobres. Pero no invierten en la agricultura para resolver el hambre, sino que solo quieren ganar lo máximo y lo más pronto posible.

Pero volviendo a lo local, España importa 300.000 kilos de pollo al día y exporta 200.000; salen 3.500 cerdos vivos al día y entran unos 2.000; de producir garbanzos pasamos a importar el 87%; solo producimos trigo para 7 meses y los otros 5 lo importamos y nuestro pescado solo nos daría para 4 meses aunque miles de toneladas se tiren por la borda para no incumplir las cuotas impuestas por la UE. ¿Este modo de consumo es el que nos interesa? No. Cualquier verdura o fruta que no es de temporada está en los mercados todo el año. ¿Es esto ético? No, evidentemente.

Los alimentos importados recorren una media de 5.000 kilómetros, lo que supone un terrible gasto energético en su transporte y una alta contaminación ambiental.

Defendemos un mercado de proximidad, con menos trabas legislativas para los agricultores y ganaderos, pero en España la gran industria alimentaria está en manos de un puñado de empresas que con su presión consiguen que la normativa ahogue a los pequeños productores. Sólo un ejemplo: de las 140.000 explotaciones ganaderas familiares de 1994 hemos pasado a las 20.000 actuales.

¿Qué pasa con los transgénicos? Después de demostrar la colonización de la agricultura por parte de estas empresas y sus patentes, después de demostrar los graves riesgos para la salud que conllevan, después de demostrar los intereses económicos de los mercados que los mueven, que incluso controlan la producción de los medicamentos que curan las enfermedades que estos otros propagan, después de todo esto, ¿es ético que no hayan sido prohibidos? Por supuesto que no. Queremos más cooperativas de consumidores para adquirir productos ecológicos, queremos exigir que la comida que llegue a escuelas, hospitales, residencias… En definitiva, que todo lo que se compre con dinero público para alimentación, tenga un componente de proximidad y ecológico que fortalezca a los productores y beneficie a los consumidores.

Hay que fomentar el consumo de productos de calidad, medioambientalmente limpios y socialmente justos y, poco a poco, interiorizar que la causa del hambre no es la producción de alimentos sino su desigual distribución.

 

José Ángel Miramón Serrano
Diputado Provincial de IU por Zaragoza